Es ya un lugar común la afirmación de que cada vez hay menos lectores y, en su expresión extrema, que “ya nadie lee”. Se dice que las redes sociales, la televisión, el cine digital y otras formas de comunicación desarrolladas por la tecnología, han ido arrebatándole su público a los libros. ¿Qué tan real es este aserto? ¿En qué estudios se asienta, sobre qué datos?
Responder a estas interrogantes requiere de algo más que una simple exposición de cifras, pues es imposible comprender el presente y visualizar el futuro del libro, -ese producto portentoso de la inteligencia e imaginación humanas, arte y mercancía a la vez- sin una mirada a fondo en los tejidos de su historia.

En su obra-revelación “El infinito en un junco”, la escritora española Irene Vallejos recuerda que “hace unos 100.000 años, la especie humana conquistó la palabra. Entre el año 3500 y el 3000 a. C., bajo el sol abrasador de Mesopotamia, algunos genios sumerios anónimos trazaron sobre el barro los primeros signos que, superando las barreras temporales y espaciales de la voz, lograron dejar huella duradera del lenguaje”. Con estos y otros datos, sostiene que: “En realidad, si volvemos la mirada hacia nuestros orígenes, descubrimos que los lectores somos una familia muy joven, una meteórica novedad”.
Por muchos siglos, la lectura y la posesión de libros fueron privilegio de los reyes o sabios en Egipto, Grecia y Roma. Leían las élites y algunos esclavos, encargados de reproducir los manuscritos que les encomendaban sus amos.
Durante la larga Edad Media la lectura se confinó en los monasterios y más tarde en las nacientes universidades, en Oxford y Bolonia alrededor del año 1000, en las que inventaron la pescia, ingenioso método para reproducir los manuscritos: se concedía en préstamo un manuscrito –la mitad, en realidad– con la condición de que se devolvieran dos ejemplares: el original y un manuscrito nuevo realizado por el prestatario; luego se facilitaba en iguales condiciones la mitad restante. Semejante carestía de obras escritas hacía imposible, por supuesto, que la lectura fuera aprendida y practicada por sectores cuantitativamente importantes de las poblaciones.
Por tanto, no podría hablarse del libro como lo concebimos actualmente, un producto de consumo masivo, antes del siglo XV. Fue la invención de la imprenta de tipos móviles por Johannes Gutenberg, en 1440, lo que hizo posible la reproducción masiva de libros y escritos y su comercio. Pero habrían de transcurrir otros tres siglos para que el libro llegara a tener una importancia determinante en la vida de algunas sociedades.
El crecimiento de la oferta de textos vivió años de fervor en la Europa del siglo XVIII y sirvió notablemente a las causas antimonárquicas, que desembocaron en la revolución burguesa de Francia y en el fin de las monarquías absolutas en numerosos países europeos.
¿Cómo influye todo este proceso en América Latina y, más específicamente en Costa Rica?
El historiador Arnaldo Moya ha hurgado información de algunas familias principales en la Cartago de la segunda mitad del siglo XVIII. La inversión en libros de esta élite colonial era marginal. “El rubro de inversión en libros no es de los preferidos por la elite”—nos dice y agrega que “De todos los renglones de inversión, el de la literatura es el más exiguo”. Entonces y hasta la primera mitad del siglo XIX, los pocos libros que circulaban en el país eran importados y muy costosos, por lo que el hábito de la lectura quedó confinado a pequeños grupos de poderosos, círculos eclesiásticos y personas cultas.
Después de la independencia, “el Estado –en ciernes— comenzó a organizar el aparato escolar; la Casa de Enseñanza de Santo Tomás, erigida en 1814, se convirtió en Universidad en 1843; con la traída de la imprenta en 1830, se inició la producción de libros y periódicos…”, así nos cuenta el historiador Iván Molina quien, además, señala que “la inmigración de empresarios y artesanos extranjeros coadyuvó a que, especialmente en los entornos urbanos, el consumo [de libros] se diversificara”.
Aunque desde la colonia existieron esfuerzos por crear algunas escuelas en los municipios, fueron las reformas educativas impulsadas por gobernantes liberales las que universalizaron la educación primaria y la instituyeron gratuita, entre los años 1849 y 1888.
La lectura, ahora sí, fue migrando de élites muy reducidas a sectores académicos y estudiantiles más amplios.
El censo de 1883 encontró que el 27% de la población censada sabía escribir y leer, con la contrapartida, claro, del 73% que no lo hacía. Nueve años más tarde, en el censo de 1892, las cifras habían cambiado a un 32% de alfabetismo contra 68% de analfabetismo.
Costa Rica entonces se esforzaba por educar, producir y circular libros también por medio de sus primeras librerías.
En 2018, el porcentaje de alfabetización llegaba al 97,86%. Este dato, por supuesto, no da una medida de la lectura de libros, pero en el año 2016 y de acuerdo con la Encuesta Nacional de Cultura, el 43,2 % de la población de 5 años y más que sabe leer y escribir, afirma que lee libros. Esta encuesta fue realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Censos en colaboración con el Ministerio de Cultura y Juventud.
En el año 2018 se registraron en el ISBN 2158 títulos, no todos comerciales. Esta cifra se redujo en los años siguientes hasta 1258 en 2021, seguramente en parte por la pandemia. Las cifras de importación de libros fueron, en el mismo año 2018, de 27 millones de dólares.
Recordemos que apenas siete u ocho generaciones atrás se empezaban a imprimir algunos libros en nuestras tierras. Y que hace solo cinco generaciones, tres cuartas partes de la población no era capaz de leer ni escribir.
Sin pecar de un excesivo optimismo, me atrevo a decir con toda certeza que la afirmación de que en este país “ya no se lee” es una especie de fake news.
Muy por el contrario, nunca como ahora se había leído tanto.
La historia atestigua la afirmación anterior, aun sin entrar a la discusión del valor que puede tener la lectura en medios digitales y de los textos cortos que dominan estos medios.
Dicha creencia, como todas las mentiras disfrazadas, no ayuda a entender la realidad en la que estamos y cómo actuar para mejorarla.
Porque sí, hay que mejorarla, y no es la intención de este artículo señalar, ni obviar, las falencias educativas, de fomento a la lectura y la escritura, de circulación democrática del libro. Habrá que hacerlo en otros escritos, pero al menos señalo algunos temas muy importantes que van o deberían ir en la dirección correcta: la reglamentación y aplicación de la “Ley de fomento de la lectura, el libro y las bibliotecas”, recién aprobada el año anterior; el diseño y ejecución de programas nacionales de fomento de la lectura; el enriquecimiento bibliográfico de las bibliotecas escolares actuales y el desarrollo de muchas más, y la realización de un programa de ferias, a partir de la Feria Internacional y su expansión por todo el país, rompiendo con ello las fronteras internas del libro.