Una tarde de llovizna llegamos a las montañas de Heredia; en medio de los árboles y el frío de octubre estaba su casa y al lado de su casa la amplia habitación destinada a albergar su biblioteca, y en el quicio de esa habitación estaba parado él, sonriente, generoso, de negros ojos chispeantes tras los anteojos de pasta gruesa. Ahí estaba, recibiéndonos a nosotros como periodistas que veníamos a conversar sobre sus libros y sobre su vida en aquel lugar suspendido en el tiempo, la cueva de un hombre en cuya memoria residían la sabiduría y también el infierno.

Los cuatro costados de aquella habitación impar estaban cubiertos por estantes de libros, en el centro dos mesas largas y anchas sostenían pilas de más libros y como si eso fuera poco, en algunos espacios vacíos, contra tablas pegadas a la pared, estaban clavados los libros escritos por él, sí, un clavo de línea los atravesaba por el centro, dando con esto la impresión de estar ante un hombre rudo y sensible, cuya literatura se forjó en lugares marcados por la violencia, sitios en los que hay que jugarse el pellejo para sobrevivir y salir después a contar el cuento.
Sumados a los clavos que atravesaban aquellas páginas, unos letreros que decían “Se busca vivo o muerto”, adornaban el lugar con su cara de joven, en la que se reconocía el miedo y la soledad de un muchacho perseguido y encarcelado que, para el tiempo de esos letreros sacados de una Costa Rica que parecía una especie de far west católico, conservador y vengativo, se había fugado a nado de la isla penitenciaria de San Lucas. Aquel era el escenario intimidante y seductor en el que comenzamos a conversar sentados sobre unas mecedoras desde las cuales se percibía el sonido de la lluvia cayendo sobre el tejado, el ruido del viento al golpear los cristales de las ventanas y la calidez de aquella biblioteca cuyo propietario, José León Sánchez, embrujaba con su palabra mientras iba relatando con humor y talento fragmentos de su vida, una que él había convertido en novela y el paso del tiempo la hizo leyenda.
Uno nunca termina de conocer bien a una persona y menos a alguien como él, tan complejo y tan rico en vivencias y en experiencias extraordinarias. Las afinidades literarias, la complicidad, una extrañísima identificación y la suerte, abrieron resquicios por los cuales asomarse en cada conversación que sostuvimos a lo largo de estos últimos diez años, en los cuales decidí creerle para poder conocer así esa sorprendente personalidad, hecha de verdades y de mentiras, como la de todos nosotros.
No recuerdo ahora los detalles de lo que hablamos en aquel primer encuentro, tal vez esa frase suya que repetía tanto, que ya habían muerto casi todos los quinientos mil habitantes que tenía Costa Rica en 1950, cuando lo condenaron a prisión por aquellos crímenes tan míticos como injustamente atribuidos, esos crímenes que cambiaron su vida y que de forma indirecta lo convirtieron en el escritor que fue. Decía que él ya no tenía a nadie de quien vengarse. Ese tema de La Basílica de la Virgen de los Ángeles era inevitable al hablar con él, pero tras esas primeras estaciones que él sabía sortear muy bien, se abría un mundo de anécdotas maravillosas, de confesiones conmovedoras y de agudas apreciaciones literarias.
–Mano, son dos los escritores que yo más he admirado, Juan Rulfo en México y Carlos Luis Fallas en Costa Rica. Por cierto, no te lo he dicho, Fallas nos enseñó a nadar en la poza del Brasil, en Alajuela.
Una ventisca helada nos golpeó cuando ya de noche salimos de su biblioteca y dimos unos cuantos pasos para ingresar a su casa, donde nos esperaban unos tamales de cerdo y generosas tazas de un café recién chorreado servido y puesto en la mesa de la cocina por las señoras que le ayudaban y que, como nosotros, se reían de sus ocurrencias.
–Tengan cuidado, este hombre es como Juan Charrasqueado, el del corrido mexicano: “A las mujeres más bonitas se llevaba y en esos campos no quedaba ni una flor.” Por eso yo nunca le presento a una novia.
Aquel personaje de carne y hueso había abierto un mundo. Poco a poco releí algunos de sus libros: La isla de los hombres solos, Cuando nos alcanza el ayer y también leí por primera vez otros: Tenochtitlan, Campanas para llamar al viento, los cuentos, donde viene el dedicado a su hermana, La niña que vino de la luna, también leí la novela sobre Chavela Vargas y la que hizo sobre Agustín Lara. México, siempre México en su cabeza y en los tequilas que de vez en cuando se tomaba.
Como me ha pasado con otros escritores costarricenses, su literatura me sirvió de puente para hacerme amigo de la persona y, también, para conocer con mayor precisión esos hilos de la vida del escritor que se entrelazan con las narraciones de la ficción. Dicho de otra manera, eso que tanto irrita a algunos de los ya de por sí irritables críticos literarios, la inclusión del autor en el análisis de una obra. En su caso su propia vida es una novela no escrita aún, tan fascinante o más que sus libros, una vida de orfandad y abandono, de violencia infantil y juvenil sufrida en el propio cuerpo, una vida de andanzas y de aventuras adolescentes por Centroamérica y México donde las transgresiones sociales no le fueron desconocidas ni los amores prohibidos tampoco. Esa vida, esos fragmentos ocultos, era lo que yo buscaba cada vez que nos encontrábamos.
–Fue un domingo en la tarde, yo venía del cine. Y en ese barrio que está por la Peni me detuvo la policía. Todo lo montó mi suegro. Él tenía conexiones políticas y yo era nadie, un huérfano con pasado delictivo.
Hijo de un hulero y una prostituta de Cucaracho de Río Cuarto de Grecia, su hermana también prostituida. Eso repetía mucho, como inicio del relato de su vida, esa ficción con la que se presentaba y se reinventaba, eso y la abuelita que se lo llevó a vivir a Alajuela, donde contaba que había conocido a Fallas. Todo aquello lo había dicho tantas veces que era difícil percibir dolor tras las experiencias narradas, una corteza dura protegía y escondía sus regiones más vulnerables, las personas a las que había amado, la soledad más brutal que experimentó en calabozos infernales, los relatos sobre aquella isla donde leyó y leyó libros para sobrevivir a lo monstruoso, esa isla donde se hizo escritor, escribiendo, según él, con cabos de lápices sobre bolsas de cemento.
–Acompañame, vamos a ese bar, siempre me tomo dos tragos de guaro antes de viajar a San Lucas.
Y lo acompañé, subimos por una escalera de madera que crujía con cada pisada nuestra en ese ascenso a aquel bar de puerto que se levantaba junto al estero de Puntarenas, de donde salió la lancha que nos llevó a San Lucas, esa lancha de motores poderosos en la que conversamos sobre las fugas de los reos, hablamos, viendo el mar y sintiendo la brisa en la cara, sobre los castigos medievales, sobre la violencia y la soledad, sobre la literatura que leyó y que tanto le ayudó, sobre los vestigios de las culturas indígenas del Golfo de Nicoya que descubrió en exploraciones infinitas y liberadoras.
Él sobrevivió a San Lucas, lo cual no es poca cosa. Después de la infamia vino la fama, el reconocimiento social, las puertas de las editoriales se le abrieron, algunos políticos le tendieron la mano, periodistas de distintos países se interesaron por su historia ¡Cómo no! En Costa Rica, en algunos incorregibles, todavía sobrevivía el morbo que nunca les permitió dejar de ver en él al “Monstruo de la Basílica”. Intelectuales ticos, latinoamericanos y españoles lo conocieron, le ayudaron y lo admiraron.
–Alfonso Chase siempre me ayudó. Yo vendía libros de la Editorial Costa Rica. Debravo era amigo mío, yo le presté la moto en la que se mató. García Márquez, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Camilo José Cela. A todos los conocí, algunos escribieron sobre mis libros. Sobre Tenochtitlan. Mano, estoy esperando que esa novela la lleven a Netflix.
No era como abogado ni como historiador ni como periodista que yo abordaba todo lo que me contó. Para su caso nunca me interesó la verdad de aquellas disciplinas, nunca me interesó lo empíricamente verificable. Lo escuchaba como los psicoanalistas, buscaba el corazón de aquel sorprendente narrador, la verdad tras las mentiras, su voluntad de hierro y su sensibilidad de niño herido, algo parecido a aquellas gallinas mojadas por la lluvia que temblaban indefensas en el inicio de La isla de los hombres solos.
–Ahí estaban todos, Joaquín Gutiérrez, Fabián Dobles, Beto Cañas y yo me arrimaba para salir en la foto de los escritores costarricenses.
Su ego era un escudo y una constante provocación. Así aprendió a estar en un mundo que lo trató muy mal y que lo trató muy bien, pero en él, algunos de aquellos horrorosos traumas nunca fueron superados. Ellos le pesaban en la espalda y en el alma.
–Mano, aquí estoy. Ahora vivo en una pensión a un costado de la vieja cárcel de Alajuela.
Y era cierto, ahí lo encontré, muy bien tratado en ese hotelito al que se había mudado por problemas de pareja. ¡Y tenía noventa años! Era la época en la que todavía no le habían dado el Premio Magón y él lo atribuía a lo mismo de siempre, a los prejuicios de clase, a los prejuicios religiosos, al “Monstruo de la Basílica”.
–Lo único que nos ganamos en este año fue una botella de agua.
Era verdad, tuvimos durante un año un programa en Radio Centro, viernes a las cinco de la tarde, una gran aventura, fantásticas conversaciones en vivo y un rotundo fracaso económico que nos puso de patitas en la calle, por la que caminamos con buen humor y hablando, como siempre, de literatura.
–Ya me dieron el Magón, pero ahora en el Ministerio de Cultura me pusieron en una placa donde lo que se me reconoce es haber sido un escritor carcelario. Ayudame a quitar eso de ahí.
Lo intenté, pero no pude. Esa placa lo ofendió muchísimo. Era el mismo estigma de siempre, ese que, a pesar de la confianza que nos teníamos, volvía impenetrables algunas regiones de su personalidad. Muy probablemente era de esas regiones subjetivas que surgía su lucha contra las injusticias y aquella irrefrenable rebeldía contra la cultura oficial costarricense, ese nadar contracorriente, aquellas imprudencias.
–La literatura costarricense no le ha agregado un solo verso a la literatura universal y aprendetelo bien, Juan Rafael Mora Porras es el traidor más grande de la historia de este país.
Sus frases eran de novela. En los años recientes se le hicieron muchos reconocimientos, cobró un nuevo vigor la recepción de su obra. No he conocido en la vida una persona como él, a la que se le acercaba todo el mundo, todos querían saludarlo, no lo dejaban caminar, todos querían una foto con él. En la Feria del Libro del 2022 la fila más larga para firmas de autor era la suya. Decía que ya no escribía, que había quemado todas las páginas de Los rifleros del coronel Sanders, la novela de la que tanto me habló y que ahora él había convertido en cenizas.
La última vez que lo vi fuimos a almorzar allá por el Volcán Poás. Aprovechándome de su fama le dije a las saloneras del restorán en el que estábamos que José León estaba cumpliendo años, lo cual, por supuesto, era falso. Parecíamos dos estafadores del Mississippi, como los que salen en las novelas de Mark Twain. A mi hijo de diez años, por andar con él, le dieron la oficina del Gerente para que se entretuviera con su computadora, nos regalaron un queque y pie de limón para acompañar el café del cumpleañero. Todo el elenco de saloneras le cantó feliz cumpleaños, un canto al cual la clientela se sumó con júbilo y vehemencia.
–¿Por qué dijiste que yo cumplía años? No es cierto.
–Porque yo soy un mentiroso igual que usted, José León.
Pocos días antes del último de sus infartos, me llamó para decirme que le iban a pagar una indemnización millonaria, que el caso estaba listo. Como es natural, yo le creí y de paso aproveché para pedirle una entrevista de televisión, en la que no habláramos de literatura sino del crimen de la Basílica. Aceptó. Esa y muchas conversaciones más se nos quedaron pendientes. Ahora que han pasado varias semanas desde su muerte me he sentido un poco más solo y un poco más triste, el mundo es más aburrido y menos literario, porque sus mentiras y sus verdades le agregaban a la vida cotidiana esa ensoñación fascinante que solo es capaz de despertar la mejor literatura.
Ahora que su vida se acabó, como dice Jorge Manrique, dejonos harto consuelo su memoria, nos quedan entonces la gratitud, sus libros y una novela por escribir.
–¡Qué el buen cielo lo guarde siempre, maestro José León!