
Autor: Camilo Retana
Hace mucho tiempo flota en el aire la pregunta acerca de cómo podemos, si no reconstruir la historia de los vencidos, al menos recuperar algunas de sus hebras perdidas. La interrogante supone no solo un problema políticamente acuciante, sino también un desafío logístico, pues implica indagar a punta de indicios derruidos, de huellas aminoradas por el tiempo. Hoy se ha vuelto un lugar común decir que la historia la escriben los vencedores; lo que queremos saber es qué fue de los vencidos y cómo podemos tirar de sus jirones invisibles. Esa empresa imposible, la de volver sobre el camino andado para dar con nuestros futuros abolidos, es la que acomete el libro Memorias de la luna oscura de la profesora Ana Lucía Fonseca.
Escribo «profesora» porque fue en calidad de pupilo que conocí a la autora de estos cuentos. Desde aquel entonces, en su faceta como docente, Ana Lucía ya se ejercitaba en el difícil arte del relato. En sus clases, llenas de afiladas elipsis narrativas de las que muchas veces nos costaba trabajo volver, fascinados como estábamos por los desvíos y callejones filosóficos que aquellas historias tomaban, enseñar no era un oficio diferente de contar. Con un estilo descreído, despojado, mucho más directo que el de la mayoría de nuestros profesores de la época, quienes a menudo estaban más interesados en derrochar erudición y en hacer gala de su refinado vocabulario que en vérselas con auténticos problemas, Ana Lucía nos obligaba a pensar, nos confrontaba con nuestras aparentes certezas, nos encaraba con el hecho de que la filosofía es un oficio siempre difícil, en el que invariablemente se avanza a tientas. La filosofía, como la ciencia, no era en sus cursos una disciplina apta para seres ávidos de paz; adentrarse en el pensamiento implicaba correr el riesgo de salir maltrecho y, para colmo, sin ninguna respuesta en el bolsillo. Por eso no me ha sorprendido la publicación de estas Memorias de la luna oscura, pues en el fondo estos cuentos se limitan a dar forma a un talento narrativo que por décadas Ana Lucía puso a funcionar en su docencia.

Como en sus clases, en este libro la autora parte del hecho de que todos esos grandes relatos que la filosofía y la religión contribuyeron a delinear no solo entrañan la mentira de una “Gran Verdad histórica”, ascéptica y neutral, sino también la fantasía de que la razón avanza sin dejar víctimas a su paso.
En las antípodas de esa filosofía con mayúsculas, contra la cual Fonseca organizaba sus clases, su libro, bellamente editado por la Editorial de la Universidad de Costa Rica (UCR), se centra en los márgenes de la cultura para interrogar los relatos de progreso a partir de sus posibilidades forcluidas. De igual manera que en su faceta como ensayista, la Ana Lucía cuentista quiere que nos ejercitemos en la sana costumbre de dar un paso atrás antes de abrazar la versión aceptada de las cosas. Quizá como un resabio de su temprana formación filosófica, Fonseca nunca abandonó esa especie de tic kantiano que es el escepticismo. No es solo que Ana Lucía no crea, sino que no puede creer en el doble sentido de que su escritura comporta el impulso de la interrogación y de que le resulta inaudito lo mucho que estamos dispuestos a empeñar a cambio de un puñado de precarias certezas.
Por eso sus socios en esa actitud descreída no podían ser otros que todas esas criaturas marginales empeñadas en dudar: figuras que, como Caín, Lilit o Magdalena salen de escena demasiado rápido porque no tienen piadosas lecciones qué ofrecer. Ana Lucía Fonseca, quizá hastiada de tanta historia redentora, prefiere a los que quedaron fuera de la gran fiesta, esos que no estaban invitados al banquete y que apenas y lograron hacerse un discreto lugar en el borde de la página. En este sentido, no hay que confundir con mera anécdota la confesión que la autora nos prodiga en las palabras previas que introducen al lector en los relatos. Escribe Ana: “un día, buscando evidencias de malos manejos políticos en una comunidad muy pobre de mi pueblo, me topé con toda la crudeza de la indigencia humana vapuleada por el afán de poder de los politicastros de siempre. No pude conciliar el sueño aquella noche, y por un impulso catártico y doloroso a la vez, me levanté a escribir de un tirón el primero de los trece relatos que conforman este libro”. Eso pareciera todo: una mala noche, un desagravio, un libro que hizo las veces de recurso para la catarsis. Y sin embargo, esas líneas entrañan una serie de preguntas. ¿Qué lleva del desencanto a la literatura? ¿En qué consiste ese hiato no tematizado por la autora que la lleva de la desazón a escribir estos cuentos feroces? ¡Ojalá todos pudiésemos salir de cada decepción política con un libro debajo del brazo! Ocurre que estos cuentos están planteados como un encomio de esos seres mansos que lloran y anhelan paz y justicia, y tienen limpio el corazón y buscan la paz, pero que aún así continúan vapuleados por la violencia ciega de un dios pequeño y rabioso. Mal que le pese a Ana Lucía, sus cuentos están escritos tomándose a pecho eso de que el reino pertenece a los pobres de espíritu. Para ella, escribir es una forma de hacer que la palabra vuelva a dar tenor a esas vidas de otro modo sepultadas por tanta tanta mezquindad y tanta codicia.
El hecho de que Memorias de la luna oscura se centre, al igual que el libro anterior de la autora –el ensayo Detrás del trono– en la historia del cristianismo y su sistemática producción de víctimas, no es entonces ninguna casualidad. El cristianismo es un momento fundacional de la cultura occidental en la medida en que la muerte de Jesús funciona como una verdad metafísica que se realiza en la historia. O mejor, el cristianismo es el acontecimiento histórico por antonomasia, dado que parte la civilización en dos y abre una nueva perspectiva del tiempo marcada por la idea de porvenir. Cristo vendrá, y ese supuesto hecho marca la pauta de todo futuro. El que el capitalismo actual haya substituido los furores del mesianismo por un optimismo en el cual el dinero es capaz de enmendar cualquier problema que ocasione apenas sorprende, toda vez que, como se ha señalado en repetidas ocasiones, capitalismo y cristianismo comparten, en tanto ejes del proyecto civilizatorio occidental, más de una característica. En este sentido, la decisión de volver sobre los orígenes mismos de la cultura cristiana resulta coherente con la voluntad de preguntar qué bajas quedaron en el camino. Dicho de otro modo, interrogar el cristianismo es un modo de preguntar cómo fue que empezamos a dejar atrás todas aquellas subjetividades que no calzaban con el despliegue de un proyecto de dominación occidental marcado por su dogmatismo. ¡Y vaya que Ana Lucía Fonseca encuentra compañeros –y sobre todo compañeras– en ese viaje retrospectivo que nos propone! Se trata de seres que supieron resistir a entornos inhóspitos y crueles: hombres y mujeres capaces de renegar de la necia ira de un arrogante y rencoroso dios.
En este sentido, el libro de Fonseca no participa de la moda de la ucronía. A Ana Lucía no le interesa preguntarse ni preguntarnos que habría pasado si los vencedores fueran otros. Este no es un libro escrito para dar cuenta de los rumbos tomados por culpa de nuestras equivocaciones históricas. Antes bien, Memorias de la luna oscura quiere ser un recorrido por esa especie de contrahistoria conformada por personajes orgullosos de pernoctar en las sombras. También es un homenaje a todos aquellos que optaron por perder antes que doblegarse ante los chantajes de la vida eterna. El inventario de esas figuras oscuras tiene por lo tanto un carácter festivo y reivindicatorio de esa otra cara oculta de la luna que el poder no alcanzó a eclipsar pese a todas sus argucias.
El libro cataloga así una serie de actos de rebeldía cuyo denominador común es el no dimitir de la duda. En eso Ana Lucía se parece a los personajes sobre los que escribe. Me atrevo, en efecto, a decir que si algo comparten la autora y sus compañeros de viaje es que una y otros se permiten las delicias del no. Las desobediencias de Eva con Dios y su compadre Adán, las sutiles insurrecciones de Dalila, la insubordinación de la papisa Juana o el desenfadado erotismo de Lilit coinciden también en su proclividad a los placeres de la vida mundana. El enemigo de estos cuentos no es solo el dogmatismo, sino la existencia sometida, púdica y casta que se sigue de él.
Para Ana Lucía, si estos personajes son capaces de aleccionarnos de algo, es de los placeres que podemos perdernos si nos empeñamos en existir como nos dicen que debiéramos hacerlo. En tal sentido, estos cuentos son también un viaje retrospectivo hacia la niña que Ana Lucía alguna vez fue. En La niña y el penitente, el único relato en tono intimista del libro, vemos precisamente a esa niña indócil resistiéndose a las narrativas que procuraban devolverla al redil. La niña no quería vivir con miedo quizá porque sabía que del otro lado del dogma la aguardaban placeres irresistibles que no requerían de una tierra prometida. En este sentido, Memorias de la luna oscura es también un libro crítico de la razón mítica. Si la autora no quiere saber nada de promesas celestiales no es solo por darse el sano gusto de la blasfemia, sino porque advierte los placeres que hemos dilapidado a fuerza de quimeras. ¿Quién puede existir con libertad sometido bajo el influjo del mito? Sin duda los protagonistas de estos cuentos no. Herederos malditos del pensamiento ilustrado, ellos y ellas descreen, como su creadora, de la posibilidad de una felicidad a ciegas.
En eso, Memorias de la luna oscura se emparenta con materiales culturales al estilo de La última tentación de Cristo de Kazantzakis o El evangelio según Jesucristo de José Saramago, libros en los cuales el gesto de revisitar el pasado se plantea también como una revisión sobre los fundamentos míticos de la cultura cristiana. Aquí el revisionismo funciona como una forma de demoler la imagen de un pasado mítico prístino e inequívoco. El relato aparece como un mecanismo de memorialización que permite recuperar los vestigios de pasados que fueron más convulsos de lo que hemos admitido. Si, como nos lo recuerda Benjamin: “no hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie”, en la reconstrucción de ese pasado elevado a mito se encuentra en juego no solo la recuperación y celebración de las vidas infames olvidadas, sino también la posibilidad de volver sobre los cimientos de nuestro proyecto cultural para así develar tanto su violencia como los vectores de insurrección que esta deja a su paso.
No quisiera concluir sin señalar la gracia –laica, por supuesto– que los grabados de Hernán Arévalo agregan a este libro de cuentos. En tiempos malos como los que corren, pensar que un libro bien escrito puede además estar magníficamente ilustrado nos resulta a los lectores una fuente de consuelo. Sobre todo porque Arévalo renuncia a las tentaciones de la llana ilustración. Antes bien, los grabados hacen un guiño a la autora y su vocación hermenéutica al plantear una aproximación gráfica a los cuentos que también se atreve a la interpretación. Creo que Ana Lucía Fonseca estaría de acuerdo conmigo en que, sin los grabados de Arévalo, estas Memorias de la luna oscura se quedarían sin alcanzar su culmen de color, pues si bien la paleta del libro se decanta por la oscuridad, ya hemos dicho que se trata de unas tinieblas paradójicamente animadas por el tono licencioso de la autora. Los grabados de Arévalo celebran la luz palpitante de esas vidas transidas pero llenas de placeres que pueblan estas páginas. Celebro, en fin, la aparición de este libro ante todo porque nos permite volver a probar de esa venerable manzana, cuyo único estrago es habernos exiliado de aquel odioso edén al que, de todos modos, no queremos volver.