Un experto en sobrevivencia, un tal Truman Capote, dijo una vez que “lo único que puede matar a un escritor realmente fuerte y con talento es él mismo”. No sé cuándo ni por qué Sergio Ramírez adquirió esa conciencia. Es el hombre con más aplomo que conozco, capaz de sobreponerse a una revolución, a una contrarrevolución, a una revolución traicionada, a la caída libre de Nicaragua en el espanto de la dictadura ortega-sandinista, a la infamia y la persecución, sin amedrentarse, a punta de talento y de fuerza para seguir adelante. También es el hombre más serio que conozco y también uno de los más perspicaces, con un humor terco e incisivo. Lo trae en la sangre. Aún en los momentos más arriesgados de su vida, que no han sido pocos, se despierta en él un humor socarrón a prueba de balas, que proviene de sus legendarios tíos Ramírez, y que lo vuelve imbatible. Una mezcla indigesta para cualquier sátrapa.

Mientras escribo esto no puedo dejar de pensar en el paradójico poder de las palabras y en la impotencia del poder político al querer acallarlas.
Cinco días después de la salida de su más reciente novela, Tongolele no sabía bailar, saltó la orden de detención que le dio la vuelta al mundo: El 8 de setiembre, la Fiscalía de Nicaragua ordenó su arresto acusándolo de una sarta de mentiras que no vale la pena repetir. En una dictadura los delitos son siempre los mismos, con previsible y oprobiosa lógica, oponerse al tirano de turno. Y los tiranos son siempre diferentes y a la vez semejantes en sus obsesiones y paranoias. Cuando lo supimos, un amigo y yo intercambiamos whatsApps: “Lo que van a lograr es que la novela se venda más”.
Como respuesta, Sergio recibió la solidaridad internacional, fue ovacionado de pie el 1 de octubre en el Ateneo de Madrid, por su lucha de toda una vida en defensa de la libertad, entre otras incontables señales de admiración y, quizá lo más importante, Tongolele salió a bailar por las calles de Nicaragua. A pesar de la “retención” de los ejemplares de la novela, que impide que sean vendidos en el país, el texto en documento .pdf se distribuyó entre miles de lectores por medio de WhatsApp, como si fuera un samizdat digital, los manuscritos clandestinos que mareaban la censura soviética. Un pequeño triunfo de la inteligencia, una diminuta república libertaria en la palma de la mano.
En la primera reacción de Sergio ante el acoso que ya se anunciaba desde antes en el horizonte, me admira una vez más su inquebrantable resistencia: “Las únicas armas que poseo son las palabras y ¡nunca me impondrán el silencio!”. El texto que lee ante la cámara de la computadora, y que hacen circular las redes sociales a la velocidad de la indignación, merece figurar entre las mejores defensas de la libertad y la literatura que ha proferido un escritor latinoamericano.
En 1997, caminando por París, acompañé a Sergio de librerías y en una de ellas, al contemplar con avidez los estantes repletos de libros, me dijo: “Un escritor que se precie siempre debe tener algún libro suyo en librerías”. Fue una declaración de principios, una promesa que cumplió con creces.
Sergio tenía entonces 55 años y se había pasado la vida alternando la lucha antisomocista, la revolución y la creación literaria. Si bien publicó una novela por década, puntualmente, su literatura había competido con una revolución que terminó por devorar a todos sus hijos. “Es lo que tocaba”, me ha repetido varias veces. Un año antes, después de la última candidatura en la que participó, en 1996, alejado de un Frente Sandinista secuestrado a punta de pistola y traición por Ortega y su gavilla, dejó para siempre la política electoral y se decidió a recuperar su destino de escritor a tiempo completo.
Era una apuesta arriesgada. Pero no para Sergio quien ya había dado muestras sobradas de un talante blindado contra la inmovilidad de la nostalgia, incapaz de detenerse. Sergio no solo era ya un intelectual indispensable en Centroamérica -creador de la Editorial Universitaria Centroamericana (Educa), de ensayos y antologías fundacionales, de una idea de lo que somos como cultura y región-, sino también un consumado maestro del cuento con títulos inolvidables como Charles Atlas también muere (1976) y Clave de sol (1992), y autor de Castigo divino (1988).
En un alarde de disciplina y autocontrol inusitados, Sergio escribió Castigo divino, una de las mejores novelas centroamericanas del siglo XX, siendo vicepresidente de un país cercado por la guerra y el hambre. La escribió en un tour de force levantándose en la madrugada, dándole a la máquina de 5 a 8 de la mañana, para luego practicar un rato de jogging matutino que lo mantuviera en forma antes de que el trajín cotidiano lo consumiera vivo. Y así durante dos años y medio. Y así para siempre.
Cuando nos encontramos en Francia venía de concluir una novela nueva, Fin de fiesta, en la que había cifrado todas sus esperanzas y que le cambió la vida. El 19 de febrero de 1998, Carlos Fuentes lo llamó para decirle que la novela, finalmente intitulada Margarita, está linda la mar, había sido escogida como ganadora del primer Premio Alfaguara. Lo demás es literatura. O leyenda o como usted quiera llamarlo.
Pero lo bueno y lo malo no vienen solos. Daniel Ortega tenía otra promesa por cumplir y la cumplió. En 1990, cuando perdió las elecciones con Violeta Barrios, juró recuperar el poder a como diera lugar. Lo logró en 2007 después de corromper las instituciones de Nicaragua, robar elecciones, comprar y vender el alma al diablo. No es la invariable ley de los destinos cruzados, es la ambición humana y la maldición de Latinoamérica desde el siglo XIX, cuando los antiguos héroes de la independencia se trastornaron en los peores tiranos. Después de las protestas de 2018, de casi 400 muertos, 130 encarcelados y 90.000 exiliados, fue claro que el poder era el único propósito de vida para Ortega y que haría cualquier cosa para mantenerlo, incluso destruir Nicaragua.
Los dictadores latinoamericanos carecen de imaginación pero son un subproducto del realismo mágico. Convirtieron a Borges en inspector de gallinas, a Neruda en ornitólogo abandonando Chile a caballo y embarcándose de Argentina con el pasaporte de Asturias, a Roque Dalton en guerrillero -asesinado por sus propios compañeros de guerrilla-, a muchos otros en perseguidos, torturados y asesinados, y a la mayoría en apátridas, prófugos y exiliados -internos y externos.
Sergio mantiene a raya la nostalgia, imbatible, no le cede un ápice. No le permite nada. Lo que más admiro en él es esa fortaleza, lo cual no le impide ver las cosas con la claridad con la que habla desde que era estudiante de Derecho en la Universidad de León. Tiene casi 80 años. Sabe muy bien a lo que se enfrenta, a un exilio tal vez definitivo.
“…una condena de privarme del país, puede ser que el resto de mi vida yo no pueda volver a Nicaragua, lo tengo claro”, dice en una de las primeras entrevistas que le concede a El País. Cuando vino a Costa Rica en 1964, donde permaneció durante 13 años, nacieron sus hijos y vislumbró un proyecto literario que lo llevaría al Premio Cervantes, era un muchacho recién casado con Tulita, su esposa Gertrudis, con ganas de comerse el mundo. “Hoy no tengo alternativa, hoy soy otro tipo de exiliado. Cuando yo regresé [a Nicaragua] tenía 35 años, ahora voy a tener 80. Básicamente soy un escritor que ha cambiado de lugar su laptop”, dice en la misma entrevista.
Sigue siendo un escritor libre, aunque tal vez nunca vea más una Nicaragua libre.
En 1961, en una lectura pública, el poeta español Luis Cernuda se encontró con un antiguo miliciano de la Brigada Lincoln que 25 años antes decidió “apostar su vida”, cruzar el océano y combatir en la guerra civil española. El encuentro fugaz lo registra famosamente en el poema “1936”: “Que aquella causa aparezca perdida,/Nada importa;/Que tantos otros, pretendiendo fe en ella/Sólo atendieran a ellos mismos,/importa menos./Lo que importa y nos basta es la fe de uno”. Recuerdo aquellos versos cuando en Francia, en 1997, a la salida de cada una de las presentaciones de Sergio, lo aguardan hombres y mujeres que combatieron en la insurrección sandinista, que intervinieron en la Campaña de Alfabetización o que se solidarizaron con la última gran revolución del siglo XX, sin saber que sería traicionada. Me emociona la forma en que lo saludan y reviven una utopía en la que creyeron en la juventud. Sergio devuelve el saludo con idéntica emoción, firma ejemplares de sus primeros libros, en ediciones manoseadas y releídas. Como dice Cernuda en su poema: “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,/Cuando asqueados de la bajeza humana,/Cuando iracundos de la dureza humana:/Este hombre solo, este acto, esta fe sola./Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”.
¿Cuándo cobró conciencia de aquello tan cierto que decía Capote? ¿De dónde sale ese “duro deseo de durar” que Paul Eluard le concedió solo a los grandes poetas?
No lo sé. Tal vez cuando en la medianoche del 17 de julio de 1979 partió en un vuelo clandestino hacia la ciudad de León sin saber dónde descendería, si en el territorio liberado de una nueva Nicaragua o en medio de las tropas de Somoza en retirada. Al filo del amanecer la avioneta descendió rasante sobre los algodonales, en una mañana que se anunciaba esplendorosa, y Sergio se acercó a Ernesto Cardenal y le dijo: “Poeta. ¡Es el olor de Nicaragua!” O fue cuando con más tozudez que confianza escribió la extraordinaria Castigo divino siendo vicepresidente de un país en guerra, a punto de ser invadido por Estados Unidos. O cuando renunció al Frente Sandinista, convertido en un paria por sus antiguos compañeros de lucha, y decidió que no tenía otro camino que ser escritor de tiempo completo. No lo sé. No lo sabremos nunca y tal vez no importe demasiado saberlo mientras nos queden sus libros.
Para S.R.M. y G.G.M.