El escritor costarricense Uriel Quesada acaba de publicar un nuevo libro: “Todo lo escrito es un lago” (Uruk Editores, 2022), una colección de ensayos que tienen mucho sabor a cuento, a historias de viajero, a regocijos y tristezas de migrante.
Se trata de una colección de escritos que destilan la madurez narrativa de un autor de oficio, cuya trayectoria literaria incluye ocho libros de ficción (*), entre novelas y colecciones de cuentos; galardonado en dos ocasiones con el premio nacional Aquileo Echeverría, en 1990 y 2008, entre otros galardones.
Su libro “Todo lo escrito es un lago” recoge las experiencias vivenciales de un tico que hace 25 años llegó a Estados Unidos por dos años para sacar una maestría en literatura latinoamericana y terminó estableciéndose en ese país por circunstancias azarosas.
Actualmente es vicerrector académico de Loyola University, en la ciudad de Nueva Orleans, en el estado de Luisiana.

En esta entrevista con Lectomanía.net, Uriel Quesada nos devela los hilos que atan estas historias cortas, llenas de anécdotas y reflexiones, y nos ilustra acerca de lo que significa vivir al paso de los huracanes, en una ciudad condenada a la extinción.
Lectomanía: ¿Cómo fue que se construyó este libro? Suponemos que los textos fueron escritos y publicados en diferentes momentos, pero ¿con qué criterio los escogiste para reunirlos en un solo volumen?
Uriel Quesada: Son textos escritos a lo largo de casi veinte años para diferentes medios, pero la mayoría los escribí para una revista electrónica que se publica en Berlín llamada “Otro lunes”, de la cual soy colaborador. La mayoría son artículos para revistas, no académicos.
El libro fue editado por Diego Mora, a quien le pedí hacer la selección pues hay muchos otros artículos que no fueron incluidos. Él hizo una tabla para calificar los textos y escogió los que consideró mejores. Luego los dos trabajamos juntos para darle unidad al libro.
L: “Todo lo escrito es un lago” está catalogado como un libro de ensayos, pero igual podría considerarse un libro de cuentos o de crónicas de viaje.
UQ: Estoy de acuerdo, no es un libro tradicional de ensayo y tal vez lo más acertado sería clasificarlo como un libro de “no ficción”, porque sí priva un deseo de narrar y la reflexión surge como parte de la narración. Incluso hay textos que incluyen fotografías y en los cuales esas imágenes son fundamentales.
Tengo uno, de los últimos que escribí, que es sobre la ruta que tomo cuando camino en mi barrio (en Nueva Orleans); otro sobre un hospital abandonado y, con esa técnica, voy acumulando fotografías que no son artísticas pero que son parte de la narración.
Entonces, ese es el espíritu que recorre los textos, hay siempre un interés de narrar y es la narración la que establece un interés en los lectores, en lugar de una reflexión ensayística o académica.
Además, son temas desarrollados en textos muy cortos porque son para un público general, hubo la intención de comprimir la experiencia y la observación en textos que se pudieran leer de manera fluida y rápida.
L: A propósito de fotografía, uno tiene la sensación de que el texto está lleno de imágenes no fotográficas, sino de imágenes creadas por las palabras.
UQ: Eso puede estar relacionado con las influencias, porque el tipo de ensayo que yo escribo bebe mucho de cierto estilo norteamericano que es muy narrativo. Es el tipo de ensayo que uno encuentra por acá en algunas revistas y periódicos. Por ejemplo, el New Yorker siempre empieza con una historia.
L: “Desde hace tiempo he querido regresar a New Orleans, plantarme ahí de forma definitiva, aceptar el destino de quienes viven al paso de los huracanes”. Esa afirmación aparece en el texto titulado “Apagón en Baltimore”. ¿Cuáles son los huracanes a los que decidiste hacer frente desde Nueva Orleans?
Los huracanes reales, no figurados, son los más importantes porque siempre están pasando y cada vez pasan más, pero también son los embates de la vida, las cosas buenas y las no tan buenas. En esta ciudad la gente siempre está de paso, casi nadie es del lugar, viene y se va. De mi círculo más cercano, en este momento yo soy el único que todavía está aquí.
Yo llegué a Nueva Orleans en 1999 y empecé a armar mi red de apoyo con gente muy querida, pero a esta fecha todos, absolutamente todos, se han ido. Entonces, ahora tengo un rol interesante porque la gente viene y se queda conmigo y después se va. Ese es otro ejemplo de esos huracanes, el paso de la vida, los retos que te pone, las cosas que te hacen feliz o menos feliz. En ese sentido es una metáfora.
Cuando ese ensayo se publica yo estaba en una situación distinta porque es el que habla de Baltimore, que es donde yo me fui a vivir tras el paso del huracán Katrina; después vuelvo y desde entonces han pasado una serie de cosas, desde esas ausencias a las que me refería antes, pasando por algo de lo que no hablo mucho en este libro, que es lo que significa trabajar para una Universidad en Estados Unidos, que no es como lo que uno ve en las películas.
En las películas, lo que se ve son esas universidades que están nadando en plata: Colombia, Harvard, pero la realidad es muy distinta para la gran mayoría de la gente que nos dedicamos a educación. Es muy complicado, muy difícil, y hay montones de retos financieros, académicos, políticos.
L: Eso que nos decías, que la mayoría de la gente con la que tuviste relación cuando llegaste a Nueva Orleans se ha ido y te han dejado solo, ¿de qué manera te afecta?
Impone un reto que es constantemente volver a empezar, porque se va una gente, vuelve otra gente y vuelve a darse toda esa negociación de los afectos. Y a veces eso es muy agotador, porque tampoco sabe uno cuánto tiempo van a estar esas personas. Ahora, la gente que nació en las ciudades y pueblos de Luisiana alrededor de New Orleans tiende a quedarse, pero no quiere decir que se puedan quedar.
Además, quedarse tiene un costo muy alto: en primer lugar, por los huracanes, pero también hay una amenaza de cambio climático evidente, anunciada, y que se va dando. Esta ciudad está rodeada por el río Misisipi, pero todos los días en la costa se pierde un montón de tierra por la erosión y se estima que, de aquí a no mucho tiempo, unos 20 años tal vez, ésta va a ser una ciudad costera, si es que todavía existe.
Entonces, esa sensación de pérdida es parte de la cultura de Nueva Orleans, la gente se va a buscar mejores oportunidades.
Esta ciudad también es la metáfora más evidente de la decadencia de Estados Unidos. A finales del siglo XIX era la ciudad más rica del país, en el siglo XXI es un desastre, con gente muy rica y gente superpobre; es una de las ciudades con más problemas de segregación, donde la gente se junta para ir a bailar a los carnavales, pero después se separa. Encima de eso, hay una ineficiencia que me recuerda mucho a Costa Rica.
En mi caso, se suma otro problema y es que el solo hecho de escribir en español ya me pone en cierta marginalidad y en una constante negociación.
L: ¿Qué pasa con la comunidad latina que vive por ahí, en diferentes estados, y que escribe y produce literatura? ¿Todos enfrentan esa situación de cierto rechazo, de cierta marginalidad?
U.Q. Sí y hay muchos niveles de esa marginalidad. Aquí la comunidad latina es principalmente de ascendencia hondureña. La zona que está alrededor del aeropuerto, que se llama Keneth, es prácticamente bilingüe. Hasta mediados de los años 40 del siglo XX, era la ciudad que tenía más hondureños después de Tegucigalpa o San Pedro Sula. En muchas otras partes de este país, los mexicanos-americanos son los más visibles, no así en Nueva Orleans.
La escritura en español se da en esos contextos. Yo conozco aquí a un escritor venezolano que se llama Leopoldo Tablante, que escribe en español. Cosa curiosa: una vez yendo para el aeropuerto, descubrí que el conductor del Uber, otro venezolano, es escritor e ingeniero en computación. Escribía en español y publicaba en Amazon.
Yo he tenido la suerte de que en Houston tengo algo de espacio. Arte Público Press, que pertenece a la Universidad de Houston y es la primera universidad hispana en Estados Unidos, me publicó un libro de cuentos. Pero donde hay un poco más de visibilidad (para escritores latinoamericanos), en La Florida, lo que se encuentra son escritores de ascendencia mexicana y cubana.
Podríamos decir que es una comunidad de escritores bastante silenciada. No hay un espacio para ellos, a pesar de existir una comunidad de 50 millones de hispanoparlantes.
L: Otra cita interesante de tu libro dice: “Hago un paseo por los restos de mi pasado para sentir si esa Costa Rica que sobrevive también sin mí puede, aunque sea por caridad, enviarme una señal de que aún me necesita”. Ese texto nos lleva a reflexionar sobre la relación amor-odio que a veces los migrantes tienen con su país de origen.
U.Q. Mi relación emocional con Costa Rica ha cambiado mucho con el tiempo. Hubo un largo periodo en que yo me sentía totalmente identificado con Chavela Vargas, pero más recientemente no, al punto de que yo ya estoy pensando regresar a Costa Rica cuando me pensione. Por razones afectivas y también por razones económicas. Es un lugar que conozco, en el que tengo ciertas redes de apoyo (aún tengo a mi familia allá) y probablemente la plata de la pensión me alcance más.
Cuando se pasa tanto tiempo fuera, sucede algo impactante y es que uno se va volviendo turista en su propio país. Va perdiendo noción de las reglas, va perdiendo noción de los espacios, del lenguaje… Yo, por ejemplo, en algún momento me quedé petrificado en cuanto al lenguaje. Yo ya ni siquiera trato de disculparme por eso en mis escritos, porque es una realidad: no solo están contaminados con el inglés sino también con otras formas del español, porque he tenido contacto con comunidades cubanas, puertorriqueñas, mexicanas, brasileñas. Todo eso te va cambiando.
Cuando voy a Costa Rica, una de las cosas que me entretiene mucho es poner atención a las palabras, los términos nuevos. Por ejemplo, ahora en los medios todo son “afectaciones”, eso no existía antes. Todo son “bendiciones”. Hay un código ahí del que yo ya estoy al margen.
Todo eso te va alejando del día a día del país y de lo que piensa la gente. Es de donde sale esa reflexión que citas. Por supuesto que Costa Rica no me necesita, yo necesito a Costa Rica, pero cada vez la Costa Rica se va haciendo más específica. Por ejemplo, ahora tengo unos sobrinitos chiquitos que son una conexión. Mis hermanos se van haciendo viejos, eso es otra conexión, ya no es un sentido de país en abstracto. No es, como decía Benedict Anderson, una comunidad imaginada.
Yo tengo pendiente una gran negociación con Costa Rica, con una Costa Rica que ha evolucionado en aspectos que me agradan, porque es un país menos provinciano que antes, más abierto a cosas que yo conozco, pero que también me preocupan. Es un país con una dinámica de consumo que yo no sé ni cómo lo logra; es también un país más violento.
Otro cambio que me llama la atención es la relación entre la intelectualidad y el poder. En los años 80, teníamos a una Carmen Naranjo, un Beto Cañas, gente intelectual alrededor de ellos. Existía esa noción de intelectualidad y poder. Ya todo eso cambió. Los nuevos escritores desde hace tiempo tienen cero acceso al poder. Y también han cambiado las temáticas, abundan los libros sobre vuelos paranormales y de ángeles, temas que responden más bien a una lógica de mercado que antes no se veía.
Ahora hay cine, se hacen películas. Cuando yo estaba joven quería hacer películas, pero eso era totalmente imposible.
L: ¿Por qué de todos los destinos posibles decidiste migrar a Nueva Orleans, para vivir -como decís en tu libro- al filo del desastre?
En primer lugar, cuando nosotros estábamos jovencitos, Nueva Orleans era una ciudad que estaba en el imaginario costarricense. Era un lugar conocido a pesar de no haber estado nunca ahí. Después, cuando yo me vine a los Estados Unidos, el plan original era quedarme por dos años. Uno de mis profesores acá, el que más influencia tuvo en mí, había estudiado en Tulane, que está aquí en Nueva Orleans, y así empieza otra conexión. Luego hay otra que es Nicasio Urbina, el poeta nicaragüense que enseñaba en Tulane. Otra conexión es con Irma Trejo, también escritora nicaragüense, que había sido esposa de Julio Suñol y que era muy amiga de Nicasio.
Entonces, Nueva Orléans era un espacio familiar. Después, en Nuevo México, adonde llegué inicialmente, solo había maestría y si uno quería hacer un doctorado había que buscar otras universidades. Ahí se dio la posibilidad de venir a Nueva Orleans a estudiar y eso significaba que ya no iban a ser dos años, sino cinco o seis.
Vengo para acá, termino mi doctorado y me enfrento a una realidad: ¿qué iba a hacer yo a Costa Rica? Yo tenía que buscar trabajo y el único lugar en que pude conseguirlo fue aquí en la Universidad de Loyola, que es de los jesuitas. Eso me hizo quedarme.
Vino el huracán (Katrina), me fui para Maryland y no estaba contento ahí, así que en cuanto hubo una oportunidad de trabajo aquí en Nueva Orleans me regresé. Y así empecé a hacer una carrera administrativa hasta el día de hoy, de lo cual no me arrepiento porque siento que ha sido una extraordinaria experiencia.
Pero igual, en este momento yo podría irme a cualquier otra parte de los Estados Unidos, por lo que hablamos, esta es una ciudad de paso. Es muy alegre y creo que lo es precisamente porque es una ciudad condenada, que puede desaparecer en cualquier momento.
L: ¿Estás trabajando en algún otro proyecto literario?
U.Q.: Bueno, por el tipo de literatura que hago, yo no tengo un proyecto hasta que ya esté terminado. He estado escribiendo mucha microficción y también algunos cuentos que espero publicar en un libro de aquí a un año. En cuanto a la microficción es más difícil porque realmente necesitás un número de cuentos que funcione para tener algo.
Por supuesto, sigo escribiendo mis ensayos, pero algo que nunca se dio, y creo que fue bueno, fue el hecho de tener la oportunidad de vivir, como dicen que viven los escritores, teniendo lo más costoso de este mundo que es el tiempo. Entonces, yo siempre estoy acomodando mi escritura a las demandas de lo que está alrededor mío y eso me ha llevado a trabajar y a apreciar más la brevedad.
Ahora, no es lo mismo la brevedad que tener una novela, tenés que coleccionar, descartar, darle sentido a lo que hay y después conformar el libro.
Pero de trabajar, yo siempre estoy trabajando.
(*) El atardecer de los niños (cuentos, 1990; Premio Editorial Costa Rica 1988, y Premio Nacional de Literatura Aquileo J. Echeverría, 1990); Lejos, tan lejos (cuentos, Premio Áncora en Literatura, 2005); El gato de sí mismo (novela, Premio Nacional de Literatura Aquileo J. Echeverría, 2005); Viajero que huye (cuentos, 2008); Mar Caníbal (novela, 2016).