Autora: Carla Pravisani
Me obsesiona cómo miran los artistas, qué recortan, desde dónde, hacia dónde. La mirada como una forma de comprensión o de incomprensión sobre lo que circunda la existencia de un ser humano. Win Wenders habla de la «relación de propiedad» que establece el fotógrafo con el espacio fotografiado. Y se pregunta: ¿Qué les hace a esos lugares? ¿Qué les da y qué les quita? Adueñarse de la escena para adueñarse del tiempo, de esa fracción de segundo y su inmanencia. En el caso de la literatura, ¿qué es lo que se nos transfiere? Perseguimos libros para encontrar formas de representación que nos son afines, autores cuya forma de ver atraviesa la nuestra. Foster Wallace hablaba de esa precisión ajena que nos es familiar, ese decir, encontrado de nuestras intuiciones.
En el acto de la narración podemos pensar que es eso que construye imágenes, estados de ánimo, espacios para permanecer y para ser en el otro.

Pero sobre todo es una voz, un lazarillo entrenado en el oficio de perdernos. Cuando conecto con algo que leo y me interesa, busco siempre esa que estoy siendo, y aquí arranca a veces un largo camino hacia la indefinición, hacia el desmoronamiento que reconstruye. Sé que todo lo que digo puede sonar un poco abstracto, o peor, un poco doliente; pero el verdadero arte es el que nos lanza estas incógnitas. Habitar la pregunta que otros crean, entregarse, desear aprehender algo de todo eso que modifica y destruye verdades anquilosadas. Leer es leerse y escribir es descifrarse. Por eso, el lugar del símbolo en los relatos me resulta siempre fascinante, porque somos el sentido de nuestras ganas de entender.
La escritora estadounidense Flannery Oconnor nos advierte que «la literatura trata de todo lo humano y los humanos estamos hechos de polvo; si uno desprecia mancharse de polvo, no debería ponerse a escribir”. En la escritura traducir la mirada es un imposible. Me gusta quizás más la idea de que escribir es dotar de misterio lo conocido. Hace poco leí una cita de Paul Valery que perdura en esa necesidad que tiene el arte para dejar huella, y que bien describe el poeta cómo lo más cercano a alcanzar una experiencia casi mística. Nos habla de cómo los objetos sobre los que se posa (la observación artística) pierden su nombre. ¡Qué capacidad para entender lo que ocurre al desfamiliarizar lo observado! Perder el nombre, indefinirse, para capturar esa nueva y singular posibilidad que emerge y que tanto el escritor como su lector desconocen pero logran ubicarse allí. Pensaba que la mirada transforma, pero afirmar eso es poco riguroso. Lo que transforma es el acto de pasar a las palabras. La distancia entre lo pensado (percibido) y lo escrito. Ese lugar de pérdida, frustración y encuentro. Valery lo enumera muy lindo: habla de alma-ojo-mano. Como ese enlace, ese nudo borromeo que articula la creación. Lo mirado se hunde en lo sentido y de esa mezcla sale algo, una percepción que tiñe la escritura, que condensa una visión de mundo cuando está bien hecha, cuando no sólo reproduce lo mirado y sentido por otros. No hay captura verdadera, sólo alienación.
Ahora bien, ¿cómo se encuentra la forma? ¿O será que es la forma quien nos encuentra? Desconfío de las estructuras ordenadas, prolijas así como desconfío de las casas de revista. Cuando veo una sala en la que todo combina, donde la luz de la lámpara recorta perfecta, dónde no hay suciedad ni desorden, me empiezo a sentir sofocada: aquí ha ganado la rigidez, me digo; aquí ha ganado la estética por sobre el misterio. Me gusta la definición que hace Marguerite Duras de los libros correctos, los llama «libros sin noche»: “Cada libro, como cada escritor, tiene un pasaje difícil, insoslayable. Y debe optar por dejar este error en el libro para que siga siendo un verdadero libro, no una falsedad”. Y aquí podría arrancar la premisa sobre la necesidad y el dolor, la urgencia del libro. Eso que echa raíz en la vida de un escritor. Pero que no se confunda: aquí no hablo de libros escritos mal, hablo de libros escritos para complacer/entretener/impresionar al otro.

Creo que la gran narrativa —por definición— es un animal perdido y solitario, pero que sabe que el riesgo y el vacío es el único sitio posible en el que se puede sostener. Por eso subir a la cima del oficio propio —o esa capacidad de dar forma a la niebla— podría pensarse como ese lugar donde cada vez el escritor se aleja más de la seguridad y se acerca a la autoridad (su autoridad), ese saber hacer que impregna un texto ya desprendido de la figura del escritor, donde el estilo es un enigma que solo se deduce a posteriori.