Hace unos meses pasé por la Fiesta del Libro en el campus Rodrigo Facio de la Universidad de Costa Rica en busca de algún texto que llamara mi atención. Al cabo de un despacioso recorrido, me topé en el puesto de la editorial Pero Azul con el poeta Alfredo Trejos, quien se hallaba firmando copias de su último poemario: Omisión de lejía.

Alfredo Trejos, foto tomada de la revista digital crearensalamanca.com
No lo conocía en persona, pero había leído en Facebook algunos poemas suyos, que me causaron muy buena impresión. Tuvimos una breve charla y nos prometimos una tarde de café para hablar de su obra, cuando yo la hubiese leído. El encuentro no lo hemos podido concretar aún, quizá por las ocupaciones de Alfredo, tal vez por falta de insistencia mía. Pero el libro lo he leído unas tres veces y cada vez que lo hice afirmé mi convencimiento de que tenía que compartir esa experiencia.
Sí me desconcertó, debo admitir, el título. ¿Qué carajos es omisión de lejía?, me pregunté. Seguramente, ante este título, muchas personas se habrán hecho la misma pregunta. La respuesta la encontré justo cuando terminaba la primera lectura, en una nota que el autor colocó al cabo de las 127 páginas del libro: “Omisión de lejía es un procedimiento fotoquímico, especialmente utilizado en fotografía cinematográfica, el cual consiste en privar a la película en algún grado o por completo de varios elementos que le darían cierta luz, cierto brillo y mayor saturación. La película, así tratada, al retener la plata, luce relativa opacidad y privilegia el contraste y el grano por sobre la imagen inmediata y plana”.
Esta definición de glosario me llevó a una segunda lectura que, poco a poco, me fue revelando la película. Omisión de lejía -el libro- es la obra de un poeta que ha encontrado el camino de su madurez renunciando al brillo exterior, la luz excesiva, la saturación, para construir un edificio de total transparencia. Un edificio sólido y cristalino.
En estas páginas, Trejos huye de las construcciones ampulosas y alambicadas, al igual que de los temas solemnes, y nos seduce con incursiones al mundo de lo cotidiano, de las cosas aparentemente pequeñas que, como puntas de iceberg, siempre están flotando sobre una realidad profunda.
Pero no se vaya a creer que su poesía se queda en la superficie. El poeta sabe que todas las cosas tienen un alma, incluso las pequeñas y habituales, y que su responsabilidad es levantarles la piel para que podamos mirarlas en su relación con la esencia. Lo hace de manera sutil, armado de un fino bisturí de palabras y unas gotas de ironía que nos hacen reír aun ante lo trágico y miserable de la condición humana.
Sin duda, Trejos posee un gran dominio del idioma y, sobre todo, una habilidad magistral para forjar imágenes poderosas a partir de cosas sobre las que nadie se detendría a pensar. Como, por ejemplo, la limpieza del mercado; las casas viejas de San José; la incipiente barriga del poeta (es decir, la suya) y sus malos hábitos alimenticios; las puertas; el microondas y las tortugas tristes.
Pero el ruido, que suele llenar los vacíos de tantas vidas, es para el poeta un infierno, una tortura insoportable, que le hace huir espantado y dolorido, como a Grendel, el monstruo en la leyenda del héroe nórdico Beowulf.
PALACIO DE SAN MIGUEL (fragmento)
De escribir / una carta de despedida, / comenzaría diciendo / que me voy / a causa del ruido.
Los viejos / somos sensibles al escándalo: / el grito de un mocoso, / el pitazo de un auto, / la estridencia de una mujer / -las simples conversaciones suenan a que no hay mañana. Que
lo mejor, quizás, sea / ausentarse de este presente / de bullicio.
Uno, después de todo, / se la pasa escribiendo / un largo mensaje / en el que expone sus / motivos para irse / con cierta fatalidad.
Cada poema / cada tronco de poema, / cada medio poema, / es un vagón de hastío / en esa carta, en ese / tren de razones que cruza, / como una bala, el horizonte del cráneo, / el tallo de la aorta / como un cuchillo / como un veneno. /
Se debe ser específico: / “me voy porque / no soporto el ruido”. Piedad / para quienes escuchamos todo.
Y como nada es absoluto, habremos de admitir que hay al menos un tema que logra apartar al poeta de su estilo sobrio y algo mordaz: la muerte.
Y la muerte, que dice no temer (no tengo ningún inconveniente / con morirme. Rumio / la idea noche y día / -como a un manojo / de pasto negro y jugoso/), está presente en toda la obra. El verbo morir con todas sus conjugaciones y los sustantivos asociados (panteón, cementerio, lápida, tumba) aparecen con sugestiva frecuencia.
Eventualmente, el poeta reacciona ante la muerte con un sentimiento impetuoso, casi violento, y su paisaje interior se torna gris y sombrío.
LA MUERTE ( fragmentos)
Claro que voy / a patear las piedras / cuando se mueran todos / y sea yo el único / con nariz y con palabras.
Voy a patear las piedras / hacia la tumba de todos / y estaré, solo y plano / y perpendicular, / con los nombres y los números
-el catálogo de la muerte / como un directorio telefónico / para llamar a nadie.
….
Y no me quejo: / hay en ver morir a tanta gente, / un blanco Titanic de ira / cuyas sirenas botan / un chorro de cerveza / sobre el mar ya húmedo / y solitariamente cartografiado.
Te veré morir y lloraré, / como una botella de perfume / boca abajo.
En síntesis, si a partir de este poemario hemos de construir un perfil del escritor, diríamos que Alfredo Trejos es uno de los mejores poetas de este país y que a sus 44 años, con nueve poemarios, dos antologías y dos premios nacionales Aquileo Echeverría en la rama de poesía, aún le aguarda un futuro de insospechados logros.