Lo más constante en mi vida ha sido eso, la literatura, he cambiado de casa muchas veces, también de novia, de ciudad, de país, estudié distintas carreras en la universidad, he cambiado de trabajo, hace muchos años dejé la bohemia; pero lo que me ha acompañado siempre es la ensoñación literaria, esa fascinación por las grandes novelas, leídas en los peores momentos de mi vida y también en los mejores, leídas en la más terrible soledad y también en la más luminosa y amorosa de las compañías.

Álvaro Rojas Salazar (*)
Caminé seguro hacia las libreras de la casa y escogí uno de pasta dura, de color rojo, en letras negras tenía su título: Perros, gatos y caballos. Lo llevé conmigo y lo guardé en el bulto de la escuela, para tenerlo listo al día siguiente, ya que a las diez de la mañana era la hora de lectura. Entonces salimos del aula hacia la biblioteca, yo con mi libro en la mano. Revisé las páginas dedicadas a los gatos y no me detuve mucho en ellas, los perros me interesaron un poco más, principalmente los irlandeses, pero de pronto llegué al capítulo de los caballos, caballos de todo tipo, caballos enanos, eso me convocó, eso tenía aura.
Caballos salvajes que cabalgaban libres por las extensas llanuras de Asia, el dibujo del libro estimuló mi imaginación de tal forma que yo ya no estaba en la escuela, aunque continuara rodeado por mis compañeros, sentado en la misma silla, inclinado un poquito hacia adelante, con la mirada puesta en las páginas de aquel libro impar que todavía conservo conmigo como si fuera un tesoro y una arqueología. Extensas tierras se abrían frente a mis ojos, campamentos de gente extraña, guerreros violentos armados con espadas y, desde luego, los caballos, esos que los mejores hombres montaban sobre la piel, cabalgando hacia el atardecer donde un sol rojo como el fuego caía tras la montaña seca, tal vez en Turquía.
Feliz regresé a mi casa a contarle a mi mamá lo que me había pasado en la hora de lectura, esos lugares a los que fui, esas personas que vi, aquellas tierras tan secas golpeadas cada cierto tiempo por los cascos de esos caballos salvajes, indomables, invencibles. Ella me escuchaba, le gustaba lo que le contaba, le gustaba verme tan emocionado, parecía entenderme. El ritual se repetía cada jueves, yo tenía nueve años y estaba en cuarto grado, el libro en el bulto, la biblioteca silenciosa, la emoción, el camino de regreso a mi casa y a mi mamá, que fue quien nos compró esa colección de libros para niños, la que descansaba en los estantes junto a sus libros de la universidad, los que yo, algunos años después, empecé a hojear.
Un día, para la clase de lectura nos dejaron una tarea, escribir un cuento, tema libre. Sin dificultad me senté en la mesa de mi casa, algo estaba a punto de ocurrir, algo determinante, fundamental en mi vida, imaginé los personajes, lo que les ocurriría, sus transformaciones, sus conversaciones. Me sentí embrujado, dueño de aquello que iba contando, me sentí poderoso, indomable como los caballos del centro de Asia. Terminé el cuento y eufórico por lo que había logrado salí corriendo a buscar a mi mamá, le quería enseñar a ella mi cuento, mi primer cuento. Lo leyó con atención, me festejó muchísimo y a mí se me inflamó el pecho, ya sabía lo que quería ser en la vida.
En el colegio ya mí mamá no estaba, o casi nunca estaba con nosotros, razones difíciles de explicar se la llevaban cada cierto tiempo y después ella regresaba para irse nuevamente. Me volví un inconforme, no me gustaba estudiar, no iba a clases, me escapaba a fumar a la pulpería de la esquina, a esperar la salida de las muchachas de otros colegios, el mío era solo de hombres y ellas alegraban mucho una vida que se me escapaba entre las manos. Así pasaban mis días, desinteresado, aburrido en casi todos los cursos, excepto en uno. Era la clase de literatura y empezaba a la una de la tarde, cuando el cielo se oscurecía anunciando la lluvia cercana, esos aguaceros de San José, puntuales y sobrecogedores. Él, serio, riguroso, sacaba un libro de su maletín y comenzaba a leer; su poderosa voz silenciaba cualquier murmullo, así nos hacía ingresar en un universo paralelo hecho de palabras y de imágenes extraordinarias. Marcos Ramírez y las guerras de pandillas, A la deriva, de Horacio Quiroga y aquellos guacamayos maravillosos que sobrevolaron el Paraná mientras un hombre navegaba a bordo de una canoa que desvariaba. En mi casa ya no tenía a quien contarle la emoción de aquellas lecturas, me las guardaba para mí, como tantas cosas que no sabía cómo decir.
De mi mamá quedaba el vacío y los libros en los estantes, Pobres gentes y El doble, de Dostoyevski, Homero, San Juan de la Cruz, El libro del buen amor del Arcipreste de Hita con una dedicatoria de mi papá. Me los fui leyendo poco a poco junto a los otros que me iba comprando por mi cuenta o que me regalaban mis abuelos. Mis amigos leían por obligación, solo lo del colegio, nos unían otras cosas, la playa, los bares de moda, las mujeres; mis lecturas eran entonces un vicio secreto que crecía cada día y cada noche, a veces hasta el amanecer. Así llegó la bohemia y nuevos amigos y madrugadas enteras conversando sobre libros, sobre novelas, sobre filósofos, sobre política en ambientes de mala muerte, rodeado de algunas de las mejores personas que he conocido en la vida. Así, aquellas lecturas que venía almacenando y que me hacían tan feliz, encontraron interlocutores sabios, mayores que yo, protectores, borrachos que me alentaban a leer y a escribir. Yo formaba parte de una cofradía como la del sabio catalán en Cien años de soledad y cada uno de sus miembros me recomendaba más libros y también me hablaba de lo que alguna vez había escrito y casi siempre escondido. Nos veíamos cada noche en las cercanías de la Universidad de Costa Rica, en acogedores rincones de la Calle de la Amargura, en ambientes como los de El perseguidor, el cuento de Cortázar, aquel en el que Johny Carter, saxofonista de jazz en el París de los años cincuenta, grita eufórico el famoso “Lo estoy tocando mañana”, propio de su búsqueda de una música que expresara esa sensación de estar por fuera de los límites ordinarios de una realidad mediocre, esa sensación tan similar a la que despierta la mejor literatura.
Lo más constante en mi vida ha sido eso, la literatura, he cambiado de casa muchas veces, también de novia, de ciudad, de país, estudié distintas carreras en la universidad, he cambiado de trabajo, hace muchos años dejé la bohemia; pero lo que me ha acompañado siempre es la ensoñación literaria, esa fascinación por las grandes novelas, leídas en los peores momentos de mi vida y también en los mejores, leídas en la más terrible soledad y también en la más luminosa y amorosa de las compañías. Novelas que me distraían y estimulaban mi curiosidad, personajes que se parecían a mí o a gente que yo conocía. Diálogos fascinantes, viajes a todos los tiempos, brillantes comprensiones de la subjetividad humana, espléndidas conversaciones conmigo mismo, leer y leer, en el bus, en una cama, en un sofá, antes de dormir, después de comer, después del amor. Con los libros, fundamentalmente con las novelas, siempre me he sentido a salvo del mundo, seguro y comprendido por personas desconocidas, muchas ya muertas o residentes en lugares lejanos.
Los novelistas del boom, Tolstói, Stendhal, El conde de Montecristo, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, Melville, Don Quijote, Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Carpentier, Lezama, Amos Oz, A sangre fría, Huck escapando de su padre alcohólico junto a un negro fugitivo en una balsa que navega río abajo por el Mississippi, Maqroll el gaviero y su terrible nostalgia, La Habana, Lima, México, París, San Petersburgo, Moscú en llamas, incendiada por el ejército napoleónico, Nueva York, Borges, siempre Borges, cuyos cuentos completos me acompañaron durante una convalecencia, poblando mi insomnio de maravillas y de inteligencias. Mi vida y los libros, son inseparables una de los otros, la literatura cambió mi manera de pensar y de sentir, me ha dado un lugar en el mundo, una forma de ser y de hablar con los demás, un antídoto contra las separaciones, contra el tedio y contra la estupidez. Para mí ella es una felicidad y una ilusión, una serenidad y un orden.
Ahora, cuando tanta agua ha pasado bajo el puente, algunas noches me descubro observando a mi hijo que se queda dormido en un sofá que tengo al lado de mis bibliotecas. Lo veo a lo lejos también protegido por todos esos libros, cada uno con su historia, cada uno esperando por mis manos que saben abrirlos, por mis ojos que reconocen sus secretos y por mi memoria que recuerda lo que vivimos juntos, los amigos y amigas que me ayudaron a hacer, las mujeres que me ayudaron a impresionar, los argumentos que me permitieron defenderme, la calma que llevaron a mis madrugadas, las cosas que me hicieron escribir.
Por más que pasen los años, por más que esté acostumbrado a leer y a escribir casi todos los días del mundo, cuando siento que un texto me ha quedado bien, cuando me siento orgulloso por algo que escribí, mi primer impulso es salir a buscar a la persona que me festejó por primera vez un trabajo literario, esa persona que cuando yo era niño me compró una biblioteca llena de libros y algunos años después me regaló los suyos, ella, la que parecía entenderme, mi mamá, la que durante tantos años extrañé y a quien tanto le agradezco por haberme abierto con amor las puertas de la literatura, que es, sin duda, una de las mejores cosas que me pasó en la vida.
(*) Álvaro Rojas es escritor.